¿Diferente o igual?

En la primera semana del gobierno Santos -apenas van cuatro- se perfilaron dos tendencias: una, la oposición de la izquierda organizada en partido, inflexible en su rechazo a toda iniciativa que viniera del Gobierno recién posesionado; dos, la de quienes, desde posiciones menos ideológicas, guiándose por los primeros pasos dados por el nuevo Presidente, vieron señales claras de que algo empezaba a cambiar en la manera de conducir al país en sus políticas domésticas e internacionales.

No pasaron muchos días antes de que asomara el disgusto de los incondicionales del anterior gobernante, cuya reelección se encuentra sub júdice y dando pie a nuevas condenas. Desde algunos rincones del uribismo se empezó a hablar, no de "traición", sino de deslealtad con el Presidente que había hecho posible el triunfo de Santos. El presidente del partido de 'la U', por ejemplo, habló en tono amenazante -raro en un temperamento de un hombre más bien ponderado- de lo que podría suceder si, desde sectores cercanos al nuevo gobierno, se seguía ofendiendo y atacando a Álvaro Uribe Vélez.

Asomaron entonces tres maneras de ver y juzgar al nuevo gobierno. La oposición del Polo se apertrechó como oposición de principios ideológicos, renunciando a acuerdos coyunturales. La que podría ser oposición de otro cuño, con un capital de tres millones seiscientos mil votos, siguió deshojando margaritas. Y algunas facciones de la mayoría santista pusieron los primeros palos en la rueda de las reformas propuestas.

Varias de estas reformas tratan de corregir el rumbo de lo que se hizo en los ocho años anteriores. Por ejemplo, darle salida democrática a la concentración de la propiedad agrícola, que hizo posible la criminalidad del narcoparamilitarismo con la complicidad del Estado. Pero la fortaleza estructural de los propietarios de la tierra, con representantes en el nuevo Congreso de la República, puede repetir el fracaso histórico de las reformas de López Pumarejo y Lleras Restrepo.

Si a esto se añaden la existencia intacta de agentes nacionales y regionales de la corrupción y el poder de las fuerzas enquistadas en las instituciones que se quieren cambiar, las borrascas que se anuncian en el interior de la coalición de gobierno volverán más difícil la realización de un ambicioso proyecto democratizador.

Una de dos: el gobierno de Santos se pliega a las condiciones impuestas por sus amigos de la mayoría, o los desafía para llevar adelante un proyecto que lo separaría en aspectos esenciales del hombre que le sirvió de puente para llegar a la Presidencia. Tendría entonces que buscar consensos, no en lo que promete, sino en lo que hace.

Quienes lo creen tan pragmático como ambicioso, podrían pensar que Santos no lleva media vida en la élite de poder buscando parecerse a un finquero autoritario y carismático, sino tratando de cumplir una especie de destino histórico: ser el gobernante de un Estado liberal moderno y conflictivamente democrático.

En este caso, estaría trazando una línea divisoria con el inmediato pasado y asegurándose la confianza de quienes no desean llegar a la oposición (o a la decepción) sin antes poner a prueba la sinceridad y voluntad de cambio del nuevo gobierno. Si las fuerzas políticas que lo eligieron se convierten en las fuerzas que lo chantajean, al Presidente no le quedan sino dos alternativas: bajarse los pantalones o asumir las consecuencias políticas de ser diferente.